La escritora Guadalupe Loaeza reflexiona sobre la diva del cine mexicano, y los momentos que compartió con ella
Guadalupe Loaeza / Agencia Reforma
Ciudad de México.- Hace muchos años vino Silvia Pinal a comer a mi casa. De adolescente yo ya la conocía porque era la madrastra de mi mejor amiga, en la época en que ella estaba casada con Gustavo Alatriste; entonces, Gaby me platicaba del guardarropa en su residencia del Pedregal de San Ángel, donde colgaban largos abrigos de mink y chinchilla.
Alatriste era un productor y empresario muy rico. Dueño, entre otras cosas, del hotel y de la mueblería Francis, que estaban en Paseo de la Reforma. Alatriste no le negaba nada; la adoraba. Mi amiga me decía que Pinal era la madrastra más buena y divertida del mundo y que qué diferencia con Ariadna Walter, de la que su padre se acababa de divorciar.
Gaby imitaba en todo a la Pinal y me contaba que en la sala de su casa estaba el retrato que le había pintado Diego Rivera en 1955. Las dos teníamos 15 años y nuestra máxima ilusión era ser artistas de cine.También yo quería ser como Pinal, tener la misma cinturita, bailar cha-cha-chá, contar con unos hombros redondos y tener una sonrisa irresistible.
Cuando veía sus películas admiraba su gracia natural, su «ángel» y su desparpajo. Admiraba que fuera tan femenina y tan coqueta. Atractiva como la encontraba, de alguna manera Pinal me recordaba, cuando era joven, a la actriz italiana Silvana Mangano, intérprete de la película Arroz Amargo, artista que le encantaba a mi padre.
En 1995, cuando ya era yo periodista y Pinal acababa de divorciarse del Gobernador de Tlaxcala Tulio Hernández, nos reunimos en su casa, siempre en el Pedregal, para hablar de la posibilidad de convertir en telenovela «Las Niñas Bien» (1985).En esos años, Pinal tenía un programa muy exitoso que se llamaba Mujer, Casos de la Vida Real, el cual permaneció al aire 21 años. La producción que me proponía «trataría de mostrar la frivolidad, lo poco patriotas, lo sacadólares de las esposas de los políticos y de los empresarios millonarios».
No acepté la propuesta de Pinal por temor a que hubieran desvirtuado mi libro. «Tenme confianza, pondría a gente especializada para darle un tratamiento especial, que yo escogería a las actrices, el vestuario y los diálogos, todo estaría bajo mi control», me dijo con mucha seguridad. Me acuerdo que no me atrevía a decirle que no a Pinal. La admiraba mucho, especialmente como actriz de sus películas dirigidas por Luis Buñuel, de El Inocente, que hizo con Pedro Infante, y otras. Entonces ya había sido senadora e integrante de la Asamblea del Distrito Federal, en donde se ocupaba de la cultura.Cinco años después, en agosto de 2000, Pinal me llama por teléfono y me dice: «Invítame a comer a tu casa».
Así lo hice, encantada de recibirla en «petit comité». Ese año aparecían prácticamente todos los días en la prensa notas en relación con la orden de aprehensión en su contra por un presunto fraude genérico que ascendía a 9.5 millones de pesos, que la actriz había realizado en su calidad de presidente de la Asociación de Productores de Teatro (Protea). En ese tiempo ella vivía en Miami y aparecía en la televisión muy angustiada, nerviosa y deprimida. Era igualmente investigada por una defraudación calculada en 190 millones de pesos. Alejandro Gertz Manero, que fue Secretario de Seguridad Pública del Distrito Federal y ahora es el Fiscal General de la República, estaba detrás de ella.Cuando vi llegar a Pinal a mi casa, me sorprendió y me dio mucho gusto, se veía mucho más joven que los 63 años que tenía entonces. Y a partir del momento en que las dos nos tomamos un tequilita, ella me abrió su corazón y empezó a platicarme todos los sinsabores que había tenido en su vida.En primer lugar, lo que padeció por la muerte de su hija Viridiana Alatriste, a los 19 años, el 25 de octubre de 1982. «Me enteré cuando acababa de llegar de una fiesta, y estaba vestida toda de rojo, así me fui a Gayosso y todo el mundo me miraba con ojos de reproche.
No entendían que no había tenido tiempo de cambiarme. Estaba como una loca», me decía, con lágrimas en los ojos.Después me habló del amor de su vida, Gustavo Alatriste, que jamás la había abandonado y siempre procuraba protegerla. «Fui muy feliz con Gustavo. Él fue el que me presentó a Luis Buñuel y le pidió que me contratara. Gustavo era muy inteligente, guapísimo. La que era insoportable era mi suegra, que vivía en Guadalajara». Mientras me contaba todo lo anterior, la sentía muy humana, frágil e incluso sola.
Era evidente que necesitaba hablar con alguien.Enseguida hablamos de sus hijas, de la competencia que tenía con ellas, especialmente Sylvia Pasquel. «Me imita en todo. Se viste y habla como yo. En el fondo, me tiene mucha envidia. En cambio, Alejandra hace lo que puede: es muy creativa, llena de vida y de proyectos. A veces sí me saca canas verdes». Cuando le advertí un gesto de más amargura fue cuando me hablo de Enrique Guzmán, con quien se casó en 1967.»Antes de casarnos, estábamos enamoradísimos. Un día, de plano estacionamos el coche en una de las calles del Pedregal y empezamos a besarnos con tal pasión y excitación que de pronto aparecieron dos motociclistas, que nos querían llevar a la cárcel por faltas a la moral en la vía pública. Después de casarnos, Enrique comenzó a pegarme.
Era una violencia terrible. Yo sufría muchísimo. Me aguantaba porque teníamos un programa de televisión con mucho éxito que se llamaba Silvia y Enrique. Fue la peor época de mi vida…».Esa tarde, Pinal me contó todo acerca de sus problemas legales. Decía que todo era injusto, que Gertz era de lo peor. «No sé qué voy a hacer, el caso es que ya no tengo dinero», repetía una y otra vez.Nos despedimos sintiéndonos muy cercanas. Ella se había convertido en el típico ejemplo de un caso de la vida real de una mujer. No me queda más que decirle a nuestra estrella de cine preferida, Silvia Pinal, descansa en paz.